
Diciembre llega sin avisar.
La ciudad se acelera,
las luces de la calle se encienden
y, sin darte cuenta,
tu cuerpo empieza a pedir otra cosa:
bajar el ritmo,
respirar más despacio,
volver a lo esencial.
Y es entonces cuando recuerdas esa calma que a veces desaparece durante el año.
Esa sensación que reaparece cuando te escapas unos días a la montaña y todo se ordena con naturalidad.
Ahí surge un deseo suave, casi secreto:
el deseo de regresar a tu refugio.
A esos pequeños detalles que te conectan sin esfuerzo:
la calidez de la madera bajo tus pies,
el murmullo del fuego,
la luz invernal entrando con suavidad.
Y descubres que ese contexto no solo te calma a ti.
También calma a tu familia.
Los sientes más conectados,
más presentes,
más ellos.
Como si el espacio, sin esfuerzo,
les recordara la forma más sencilla de estar juntos.
Y es justo en ese instante
cuando aparece ese pensamiento que vuelve cada invierno:
“Ojalá vivir así más a menudo”.
Lo notas al volver a casa.
Esa serenidad que el refugio de invierno te regala…
tu hogar de diario no siempre consigue sostenerla.
No es culpa de nadie.
Simplemente no fue pensado para eso.
Fue creado para otro momento,
otras necesidades,
otro ritmo de vida.
Pero ahora lo sabes.
Tienes claro lo que tu cuerpo necesita al llegar.
Lo que tu familia busca.
Lo que todos anheláis,
aunque no lo digáis en voz alta:
un lugar que recoja,
que acompañe,
que una,
que abrace.
Porque esa versión vuestra,
la que respira más hondo,
la que encuentra equilibrio,
la que se calma al estar junta,
existe.
Y merece un lugar cotidiano donde vivir,
no solo un destino al que escapar de vez en cuando.
Diciembre, una vez más, te recuerda algo profundamente honesto:
el refugio no está lejos.
Está esperando convertirse en tu día a día.
Porque la vida no debería dividirse
entre los días que te calman
y los días que simplemente pasan.



